Una nueva aventura de Blake y Mortimer
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Muy a menudo, escribiendo esta bitácora, tengo la sensación de ser un náufrago lanzando mensajes en una botella. Y sin embargo, aunque dicho así pueda parecer que estos textos son fruto de la desesperanza, lo cierto es que obedecen a todo lo contrario. Escribir, aunque se haga en la más sórdida mazmorra o perdido y olvidado en la más recóndita de las islas deshabitadas -si es que aún queda alguna-, siempre es un acto de esperanza: la de que el texto en cuestión merecerá la lectura de un desconocido. De hecho, como vienen a dar cuenta varios comentarios a este blog, algunos de los mensajes lanzados en mi botella lo han encontrado al otro lado del océano.
Así las cosas -ya entrando en la lectura que hoy me ocupa- para quienes en su momento se quedaran con la copla, hace algunos días, en el post dedicado al Tintín de Spielberg, apunté que Blake y Mortimer, la serie original del gran Edgar P. Jacobs, se ha convertido en una suerte de campo de pruebas de los grandes dibujantes. Leídos los dos álbumes de La maldición de los treinta denarios, la última aventura de los personajes que junto a Tintín y Alix presiden la plana mayor de la Línea Clara del Noveno Arte, puntualizo aquella afirmación.
Puntualizo porque entonces dejé entrever cierto desdén hacia eso de que los grandes de la bande dessinée -honremos una vez más el cómic franco-belga- hubieran hecho de las hazañas del profesor y el capitán una suerte de práctica de fin de carrera. En modo alguno lo son. Tras el sumo placer que me han proporcionado las dos entregas de La maldición... enmiendo aquella afirmación y apuntó que, más que como reválida de su arte, el interés que Blake y Mortimer tienen para los grandes historietistas es muy semejante al que los dramaturgos del Siglo de Oro despiertan entre los actores de teatro. Más que campo de pruebas, los nuevos Blake y Mortimer son el desafío creativo al que se someten algunos grandes dibujantes del momento. Esto precisamente convierte a los dos ingleses en canónicos.
Casi podríamos decir que el primero de esos grandes historietistas que colaboraron en la serie fue Bob de Moor, el más humilde y abnegado de los discípulos de Hergé. Corría 1990 cuando, tres años después del óbito de Edgar P. Jacobs, de Moor terminó el segundo volumen de Las tres fórmulas del profesor Sato. Pero dado que el propio Jacobs había iniciado aquellas viñetas y Bob de Moor fue un mentor antes que un destacado practicante de la Línea clara, cuando hablamos de los Blake y Mortimer no alumbrados por su creador original nos estamos refiriendo a las entregas debidas al buen hacer de Ted Benoit (dibujo) y Jean Van Hamme (guión) -El caso Francis Blake (1996) y La extraña cita (2001)- e Yves Sente (guión) y André Julliard (dibujo) -La maquinación Voronov (2001), las dos entregas de Los sarcófagos del 6º continente (2003 y 2004) y El santuario de Gondwana (2008)-. Aunque las diferencias habidas entre los álbumes creados por estos últimos apenas son perceptibles, son evidentes entre estas entregas de los acólitos y las de Jacobs. A mí, al menos, los trazos de los discípulos se me antojan como más grandes y tendentes a tonos pastel. Aunque esta apreciación -meramente personal-, bien puede deberse a que los álbumes de Norma en que leemos actualmente a Blake y Mortimer son algo más grandes que aquellos de Grijalbo en que los conocimos en los años 80.
El papel cuché de ahora es de una mayor calidad que el satinado de antaño. Lo demás son esos cambios que los nuevos tiempos imponen en toda actividad humana, incluido el cómic. De alguna manera, las diferencias entre los Blake y Mortimer de Jacobs y los de sus acólitos son las mismas que las existentes entre el Blueberry dibujado por Giraud, el original, y el de mi también admirado Michel Blanc-Dumont. O mejor aún, las habidas entre los tebeos de mi infancie en los años 60 -toda una edad de oro del tebeo- y el cómic actual. Sólo Tintín muestra una homogeneidad gráfica a lo largo de toda la colección. A mi entender -además de a haber sido siempre obra del mismo autor- esa uniformidad de trazo se debe al coloreado al que sometió Hergé sus primeras aventuras en la posguerra, cuando acusado de colaboracionista -por el simple hecho de haber seguido trabajando durante la ocupación- tuvo problemas para publicar nuevas aventuras del infatigable reportero de Le Petit Vingtième.
Fue el propio Van Hamme quien en 2004 comenzó a redactar el guión de La maldición de los treinta denarios. Tras una peripecia de un lustro, en el que vio morir René Sterne, el dibujante de la primera entrega, ese primer tomo de la nueva aventura de Blake y Mortimer llegó a las librerías en 2009. Un año después lo hacía la segunda, ésta dibujada por Antoine Aubin y Étienne Schréder.
Vista la variedad de dibujantes que han acometido tan queridas viñetas, lo primero que me llama la atención es que todos los que han reinterpretado a Blake y Mortimer se hayan mantenido fieles a esa encrucijada entre los años 40 y 50 del pasado siglo en que están ambientados los comienzos de la serie. Nacida en 1947 con las tres entregas de El secreto del Espadón -publicadas semanalmente en la revista Tintín, por supuesto- la colección original fue envejeciendo a medida que el tiempo iba pasando. Así, S.O:S: meteoros está ambientada en el año de su publicación, 1955; El caso del collar, en el 65; y la primera entrega de Las tres fórmulas del profesor Sato, en el 70. Quiere ello decir que Jacobs no mostró ninguna predilección por esos años 50 a los que se aferran sus brillantes acólitos como primera regla del canon. Fueron tantas las épocas en las Jacobs ubicó a sus personajes que La trampa diabólica (1960), pérfida venganza del profesor Miloch de S.O.S: meteoros, no es otra cosa que una máquina del tiempo que lleva al profesor Philip Angus Mortimer de la Francia de la gran Jacquerie (1358) al Jurásico, para acabar en un París desolado y devastado del siglo LI, toda una pastoral poscatástrofe.
Sin embargo, los discípulos han decidido aferrarse a esos años 50 y salvo algunos viajes al pasado -el de La extraña cita al segundo año de la guerra de independencia estadounidense (1777); el de la primera entrega de Los sarcófagos... a la India colonial inglesa en la que se conocieron los dos camaradas "veinticinco años antes"- se han mantenido fieles a aquellos mediados del siglo XX.
Esta nueva maravilla se abre con un pastor del extremo sur del Peloponeso que cae en las ruinas de un templo, enterradas durante 20 siglos, que han quedado al descubierto en un terremoto reciente. Allí descubre un cofrecillo.
Del hallazgo del joven se nos lleva a Pensilvania, a la prisión de Jacksonville que guarda a Olrik desde el final de La extraña cita. Hay algo en este villano, cuyo rostro reproduce las facciones del propio Jacobs, que también viene a recordar esa primera inquietud operística del dibujante. En cualquier caso no hay duda de que el coronel, junto a los Rastapopoulos y el doctor Müller, los antagonistas de Tintín, integra el gran triunvirato de grandes malotes de la historia del cómic.
Tampoco hay duda de que, más allá de esas concomitancias que se registran entre el Séptimo y el Noveno Arte -a mi juicio, el cine toca mucho más de cerca al cómic que al teatro-, esa fuga de Olrik de la cárcel me recuerda de algún a la de Josep Rearden (Paul Newman) en El hombre de Mackintosh (John Huston, 1972). Debe ser por esa densa humareda que los libertadores dejan caer sobre el patio del presidio.
Pero detenerse en estas minucias es como hablar del dedo que señala a la Luna. Lo que en verdad cuenta es el placer que proporciona volver a encontrarse con Blake y Mortimer en el Centaur Club de Picadilly. Una vez más se las prometen muy felices a cuenta de unas vacaciones, que esta vez tampoco podrán disfrutar. Una vez más, también, la acción vuelve a separarles. La fuga de Olrik lleva al capitán a Estados Unidos.
A la mañana siguiente, una carta reclama al profesor en Atenas. Cumple dar noticia que en dos de las viñetas que la lee -la última y la antepenúltima de la página 8- se homenaje a Hergé mediante el fetiche arumbaya de La oreja rota, la inolvidable aventura de Tintín del 37, que cuenta entre los objetos arqueológicos que el profesor atesora en su apartamento londinense del 99 bis de Park Lane. A partir de ahora, será con Mortimer con quien vivamos el primer álbum.
Días después, Olrik despierta a bordo del Arax, el mismo yate que el profesor, en el primer naufragio que sufre en La maldición de los treinta denarios, verá alejarse en la portada de la primera entrega. Lo primero que sorprende al coronel es encontrarse con Jack, uno de sus secuaces en El misterio de la Gran Pirámide (1950). Su propietario dice ser Belos Beloukian, "un modesto empresario", que asegura haber sacado al coronel de la cárcel porque el antiguo subordinado del pérfido emperador Basam-Dandu de El secreto del Espadón, es el tipo ideal para secundar a Beloukian en su gran proyecto.
Nada más pisar tierra en Atenas, Mortimer es recibido por Eleni Philippides, la sobrina del doctor Markopoulos -la resonancia de Marco Polo es evidente- y sufre esos primeros atentados que anuncian el misterio en que se adentra. Cuando el profesor y Eleni llegan al despacho del doctor Markopoulos, éste está siendo asaltado por un enmascarado que se hace con un cofrecillo. En efecto, es el encontrado por el pastor, que ha resultado ser un relicario antiquísimo. Aunque el desaprensivo consigue escapar, Mortimer, valiéndose de la motocicleta Jim -un periodista norteamericano prometido a Eleni- da alcance al asaltante y recupera el relicario sustraído. Lo que el cofre guarda es el último denario de los treinta que Judas cobró por traicionar a Jesucristo.
De nuevo a bordo del Arax, Beloukian -quien resulta ser un antiguo oficial de las SS llamado Rainer von Stahl- comienza a ponernos en antecedentes -a la vez que lo hace con Olrik- de una historia que se remonta dos mil años atrás. En la siguiente viñeta (antepenúltima de la página 23), Markopoulos y Mortimer almuerzan en una taberna y el griego, mediante uno de esos procedimientos que sólo son comunes al cine y al cómic, prosigue con la narración de la historia de los denarios donde la había dejado von Stahl.
El templo que encontró el pastor eran los restos de una capilla cristiana del siglo V. Fue sepultada por un terremoto en el año 451. Janos, el último de sus sacerdotes, quedó atrapado en ella y consumió sus últimas horas dando cuenta en un pergamino de una historia que sólo era conocida por su comunidad. Esa esperanza que entrañan todos los textos de la que hablaba al principio, fue la que movió al desdichado, ya sabiéndose condenado a una muerte inminente.
Los orígenes de aquel grupo de cristianos se remontaban al año 64 d C. Nicodemo era entonces su líder. Huyeron de Roma cuando, después de que Nerón les acusara del incendio de la Ciudad Eterna, se desataron nuevas persecuciones contra ellos.
Encontraron refugio en una cueva de la región de Mani, al sur del Peloponeso, donde habrían de alzar su templo. Veinte años después de asentarse allí se acercó entre ellos un anciano que acabaría confesando a Nicodemo ser Judas Iscariote.
Cuando Mortimer recuerda a Markopoulos que el Evangelio de San Mateo (275) y los Hechos de los Apóstoles (1, 16-19) dan cuenta de cómo Judas se suicido el mismo día de la crucifixión, el griego apostilla que "en ninguna parte se dice que encontraran su cadáver".
Según la historia que Judas contó a Nicodemo, la cuerda se rompió. Desde entonces le sirvió de cinturón durante el medio siglo largo que "el miserable vagó por los alrededores del Mediterráneo" antes de encontrar refugio en el grupo de Nicodemo, entre quienes fue a morir.
Cuando el felón expiró, Nicodemo encontró en su bolsa treinta monedas de plata con la efigie del emperador Tiberio. Eran los treinta denarios que Judas cobró por su traición. Un dinero maldito que nadie había querido coger durante medio siglo. Nicodemo encargó a uno de sus fieles que enterrara aquella plata, junto con su dueño, en algún lugar donde nadie la pudiera encontrar.
El joven comisionado regresó tres meses después. Era víctima de una lepra tan avanzada que las ulceraciones apenas le permitían mover la lengua. Se había guardado una moneda y la maldición había obrado sobre él. Ese denario precisamente es el que encontró el pastor y obra en poder de Markopoulos.
Consciente que esos treinta denarios son el arma absoluta, puesto que entrañan la cólera de Dios, von Stahl los codicia. El antiguo asesino del Reich capitanea un grupo de neonazis que quieren hacerse con el gobierno del planeta entero. Las analogías con ciertos aspectos del asunto de En busca del arca pérdida (1981), la celebrada cinta de Spielberg, son obvias. También las hay con algunas propuestas de Dan Brown, aunque son menos evidentes. Seguro que quienes se indignaron ante algunos textos del novelista estadounidense también lo harían ante las interpretaciones de las Sagradas Escrituras que aquí se presentan.
Por mi parte, prefiero aplaudir y detenerme en el perfeccionismo de un dibujo que, en la viñeta que no muestra a los juramentados por el nuevo orden reunidos (la última de la página 39) se detiene en incluir los finos hilos con los que se atan los antifaces tras los que los adeptos esconden sus ojos.
Para conseguir sus propósitos, von Stahl y sus camaradas necesitan hacerse con el pergamino de Janos, donde se da noticia del lugar exacto donde fue enterrado Judas. Siendo el caso que éste no se encontraba en el relicario cuando le fue entregado a Markopoulos, Olrik -ya al servicio del nuevo orden con la misma aplicación que sirvió al fascismo oriental a las órdenes de Basan-Dandu- lo roba en casa del pastor. Cuando huye del lugar disfrazado de pope, vuelve a encontrarse con Mortimer, quien consigue hacerse con el manuscrito.
Da la casualidad de que Beloukian es el propietario del periódico donde escribe Jim, todo parece estar dentro de la normalidad cuando les ofrece el Arax para llevarles a donde lo exijan sus investigaciones. Una vez a bordo, Jim, Eleni y Mortimer descubren que Markopoulos es preso de su anfitrión, que Olrik también se encuentra en la embarcación y que han sido víctimas de una celada. A sabiendas de que sólo él conoce el paradero de la tumba de Judas y que les llevará hasta ella, Olrik no mata al profesor cuando le descubre intentando escapar en un bote neumático. Eso sí, le quita los remos y las raciones de supervivencia. La última viñeta nos muestra al inglés ya en el agua, observando cómo se aleja el Arax. Esa misma estampa es la que se reproduce en la portada.
Tras los recordatorios de lo leído en la primera entrega, el segundo tomo se abre con Mortimer navegando a la deriva. Descubierto por un hidroavión que sobrevuela esas aguas siguiendo el rastro del yate de Beloukian, los tripulantes del aparato son una tropa del MI6 británico capitaneada por Blake. Entre estos hombres también se encuentra Jessie Wingo, una agente del espionaje estadounidense que salvó la vida a Mortimer en La extraña cita.
Al abordar el Arax, el comando del MI6 lo encuentra vacío. Aún no han salido de su asombro cuando el yate es torpedeado por un submarino, un U-Boot superviviente de la flota alemana de la guerra, que también comanda von Stahl. Una vez más, Blake y Mortimer consiguen sobrevivir y llegan a la costa en una barca que se diría dejada a su alcance ad hoc. Saber dónde se encuentra la tumba del felón, sigue haciendo que sus enemigos les conserven con vida.
Llegados a la isla de Syrenios, donde dice el pergamino que se encuentra la tumba de Judas -todo parece indicar que se trata de un territorio mítico como el resto de los lugares del sur del Peloponeso en los que se desarrolla la aventura-, Blake, Mortimer y Jessie se encuentran con Eleni, quien asegura haber escapado de una fortaleza que von Stahl tiene en esa misma isla, dejando allí prisioneros a Jim y Markopoulos.
Lo cierto es que nuestros amigos -como llamaban a los héroes en mis primeros tebeos- tampoco saben con exactitud dónde se encuentra la tumba de Judas. Pero sus conocimientos de arameo -y otras lenguas muertas como el hebreo antiguo-, les permiten descifrar el ambigrama -tan a lo Dan Brown- que encuentran en la única gruta que hay en Syrenios. Allí se indica que el sepulcro está en "La puerta de Orfeo bajo la cabellera de Euridice (última viñeta página 29). Dicho lugar no es otra cosa que la entrada al inframundo, el infierno a donde Orfeo fue a buscar a Euridice. A decir de Eleni se encuentra "en la caverna de Aquerusia, El Epiro. Una región montañosa al noroeste de Grecia, junto a la frontera albanesa.
Allí parten nuestros amigos, no sin que antes Eleni nos despierte ciertas sospechas, en un barco que amenaza hundirse en cualquier momento. Su capitán está comprado por Olrik.
Ya en alta mar serán objeto de una nueva celada por parte del coronel, quien les abandona antes de que estalle la bomba que ha puesto a bordo. Luego de un tiroteo, Olrik, que ha sido empujado al agua por Eleni cuando se disponía a dar muerte a Blake, pierde la barca en la que intentaba escapar junto a su compinche. Así que acaba subiéndose a la balsa en la que han salido a flote Eleni, Jessie Blake y Mortimer. Lógicamente, haciendo gala de la supuesta deportividad, que un cómic tan anglófilo como el belga supone a los ingleses, y de esa bondad común a todos los héroes del Noveno Arte -a excepción de los también queridos Mortadelo y Filemón, los únicos personajes rencorosos de los he sabido- los náufragos admiten entre ellos al culpable de su desgracia.
De este segundo naufragi, son salvados por el mismo matrimonio de turistas ingleses que ya ayudó a Mortimer en una de las persecuciones del primer álbum. En esta ocasión, los británicos están realizando un crucero por las islas en un yate y no dudan en llevar a sus compatriotas a Atenas.
Cuando llegan a la capital, descubren desolados que Olrik -que ha viajado atado en la bodega- se ha escapado. No cabe duda, entre nuestros amigos hay un topo.
Luego de poner al corriente de toda su aventura a los servicios secretos griegos, ingleses y estadounidenses, Blake y Mortimer -acompañados por un agente griego- parten hacia la puerta del inframundo. Se trata, of course, de una cueva fabulosa por la que discurre un río subterráneo, el Estigia ni más ni menos, que en la mitología griega separaba el mundo de los vivos del inframundo, el de los muertos. Descienden por las mismas aguas que Caronte, el barquero que según los mitos helenos llevaba a los finados por ese río hasta la laguna Estigia, "donde Hades, el dios del inframundo y su esposa, Perséfone juzgaban a los muertos" (primera viñeta, página 49), llegan a la tumba de Judas.
El sepulcro se encuentra al pie de unas estalagmitas cuyas caprichosas formas se asemejan a las de un cadáver yaciente. Allí está el cuerpo incorrupto del apóstol felón y los veintinueve denarios. El trigésimo lo tiene von Stahl, quien aguardaba en el lugar a nuestros amigos en compañía de Olrik y Eleni, quien traicionó a los ingleses a cambio de la vida de su tío y su prometido. Cuando, el alemán se hace con las treinta piezas, Judas vuelve a la vida maldiciéndole. Un rayo divino acaba con von Stahl. El mismo apóstol felón cae desintegrado, pero agradecido por haber obtenido el perdón de Dios.
El resto es el final feliz de una aventura que, a todas luces, es arte mayor.
Publicado el 20 de noviembre de 2011 a las 23:45.